No te guíes por mi fama, soy más honrado de lo que supones
Por, Jorge Carrascal Pérez
Era un enmalezado lote que mostraba una superficie irregular y que la mayor parte del tiempo vivía desocupado, aunque a veces se veían pastar algunos descarnados burros, caballos, mulas, vacas, y en ocasiones, a una manada de chivos que deambulaban sin ley ni dueño. Aunque se mantenían solos, sin vigilancia ni cerca de cualquier tipo, nunca se supo que se hubiera perdido un animal. O la gente era honrada por formación, o estaban ocupados en las duras e interminables faenas del campo, o existía trabajo suficiente para sostener a la familia sin necesidad de quitarle nada a nadie. Eran tiempos mejores hoy día añorados. “Siquiera se murieron los abuelos sin sospechar del vergonzoso eclipse”
Con el arribo de las periódicas y ancestrales festividades, la bonaza económica por la cosecha cafetera, de cebolla o caña, ese mismo lote de repente se cubría con una remendada y desteñida carpa en forma de paraguas, y el paisaje adquiría otra dimensión estética. Entonces hacían su inesperado debut un desconocido e incomprensible dialecto, el recio relinchar de caballos, el alegre sonido de una guitarra, un violín, una pandereta, un par de castañuelas y un cadencioso palmoteo, la vivaracha y encantadora presencia de mujeres vestidas con largas y plisadas faldas, vistosas mantillas, sofisticados y prolijos aretes, brillantes collares enrollados en el cuello como un dorado reptil, anillos de grandes y coloridas piedras en cada dedo, y un exótico y fragante perfume les acariciaba sutilmente el cuerpo. Todos estos aderezos realzaban la figura y le imprimían una misteriosa, sugestiva y arrolladora sensualidad.
Los hombres lucían, semejante a las mujeres, anchos collares y doradas pulseras, asimismo usaban anillos con el esculpido rostro de una tétrica calavera de enrojecidos ojos, botas vaqueras, sombreros de fieltro y ala ancha, chaquetilla corta ajustada al cuerpo, camisas y pantalones de audaces colores, y encima de éstos, un delantal en cuero que los protegía al momento de herrar a los testarudos caballos.
Para entonces se iba escurriendo, como una enorme, deliciosa y helada paleta de guanábana, la veloz noticia de que a Ocaña había llegado nuevamente la animada y bulliciosa caravana de gitanos.
El mencionado lote no generaba emolumento alguno al dueño ni al municipio por parte de los gitanos. Los ineptos funcionarios de la alcaldía, y el desconocido propietario se contentaban con la desyerbada que hacían los animales al pastar. Sólo faltó que les pagaran a los ocupantes el favor de usarlo.
A manera de orientación, el lote quedaba cerca de la Plaza de Mercado, al frente existía un edificio de dos pisos. El primero lo ocupaba un negocio de cuanta cosa hay, y el segundo, la querida familia Gómez Fuentes integrada por los papás (don Carlos y doña Amelia) y siete hijos: cinco hombres (Adalberto, Gustavo, Mario, Baltazar y Carlos) y dos mujeres (Betina y Carola). Además de simpáticos, amigables.
Las distintas veces que fui a observar a los gitanos, lo hice acompañado de mi hermano Fernando que compartía el mismo amor por los animales. Los dejo ir pero cuidadito con dejarse coger la noche porque a los gitanos les gusta robar niños, fue la aterradora advertencia que hizo mamá al darnos el permiso. La fama de tramposos, ladrones, estafadores, desaseados y hechiceros, “volaba de boca en boca” igual que la conocida propaganda de los cigarrillos Pielroja. Por tal razón la gente vivía prevenida con ellos. Dejarlos entrar a las casas era una temeraria aventura de imprevisibles resultados. Y a los almacenes, ni pensar. ¡Fuera de aquí bícaro de mierda!, le gritó el turco Pedro Busaid al espantado y asustado gitano que había entrado a preguntar por el precio de una camisa y un pantalón de chapucera confección.
Casi siempre las gitanas recorrían en pareja los distintos lugares de la ciudad, preferiblemente la Plaza de Mercado y el sector en donde se ubicaban los carros que iban para los pueblos vecinos. Mientras una vendía el sinnúmero de baratijas usando su interminable y persuasiva labia, la otra, con el hijito acaballado a la cintura, leía con rebuscado palabrerío y fingida concentración, la suerte y el futuro en la palma de la mano del incauto y crédulo peatón. Para tal fin usaba igualmente las cartas del naipe, el humo del tabaco, o el cuncho que queda en la taza de café, según la preferencia del marrano de turno.
En cambio los gitanos permanecían en o fuera de la carpa acicalando caballos, elaborando chamarras, sillas, riendas, alforjas, estribos, espuelas, cinchas, rejos y todo lo relacionado con los equinos. Llamaba la atención verlos lijar y desmanchar la dentadura a las bestias para ocultar la edad y que aparentaran menos de la que realmente tenían. La compraventa de animales era su fuerte, y lo hacían tan bien que parecía que al nacer a la par de cortarles el cordón umbilical, les iban inyectando las diferentes formas de negociar favorablemente. Para la muestra: Janko, el gitanito amigo mío, me cambió un pequeño anillo hecho por él, por un antifaz de tela que mamá me había confeccionado. Cuando le pregunté quién y por qué le habían puesto ese nombre, me contestó sin reserva: Fue el Patriarca (el más anciano y de mayor sabiduría y autoridad tribal) y significa: Dios es bueno. ¡Y yo ni maliciaba la razón del mío!
Eran experimentados artesanos. Además de trabajar hábilmente el cuero, también fabricaban calderos, pailas, sartenes, ollas, cucharones, cuchillos, puñales, dagas y un sinfín de artículos en cobre martillado.
Me daba mis mañas para averiguar cuándo se iba a realizar un matrimonio gitano (son reacios a dejar casar a una gitana con un “criollo”) pues la fascinante alfombra variopinta, los abullonados cojines, el ingenioso decorado, las colgantes serpentinas, bombas y faroles, la música, los cantos y el baile flamencos, me llamaban poderosamente la atención. Apreciar cómo se repartía sin límites la comida, el vino, los dátiles, las frutas, los postres. El día de San Ceferino patrono y en navidad acontecía lo mismo: tiraban la casa por la ventana sin importar que después tuvieran que recogerla a regañadientes.
Así como los gitanos no pudieron escapar al embrujo de las ocañeras, tampoco los ocañeros al de las gitanas. Y aquí viene el porqué de haber hecho tanto énfasis -y ustedes se lo habrían preguntado- en la familia Gómez Fuentes. Resulta que la hermosa Carola, como poderoso imán, atrajo la enamorada mirada de Renzo, un atractivo gitano de rizada y larga cabellera castaña, de aproximados un metro con ochenta centímetros de estatura, musculoso cuerpo, manos torneadas por las riendas de los caballos. ¿Y de Carola? Un rostro que ni el mismo Miguel Ángel lo habría dibujado tan bello. La redondeada boca había acaparado unos labios provocativos, salpicados de un tinte carmesí y al acecho de un sediento colibrí. Las manos inducían a pensar en una virtuosa pianista o en una atiborrada despensa de caricias. Los ojos hacían empalidecer de envidia a las estrellas. Y nada qué decir de su simpatía y desparpajo.
Y es aquí en donde aparecen los donjuanes ocañeros cuyas gitanas no pudieron adivinar sus oscuras intenciones, y menos el futuro incierto que les esperaba. Carlos Carrascal y Rodolfo Meza alcanzaron a domar las potrancas pero no lograron montarlas. A falta de moteles, buenos eran los teatros. Para besarlas, primero había que esperar a que se escaparan de la vigilancia gitana, y luego llevarlas a ver cualquier película. Besito iba, besito venía, mano iba, pellizco venía. Al final salíamos más tumbados que los acreedores de Chepe Angarita, me lo había confesado muerto de la risa mi buen amigo Rodolfo.
Hace mes y medio me dio por ir a Rovira, población cafetera a una hora de Ibagué. Ahí estuve haciendo el año rural en 1.971 y desde entonces no había vuelto. El progreso era sorprendente. Y cuando pasé junto al enorme patio de cemento en el que secaban café, me encontré que estaba ocupando por una roída carpa que me hizo recordar la de los gitanos en Ocaña. Un señor de aspecto bonachón, se empecinaba en montar a un endemoniado caballo. Finalmente se dio por vencido, y fue entonces cuando aproveché la circunstancia para saludarlo y entablar un diálogo. Yo soy de Ocaña y allá también iban ustedes, le dije. Hace muchos años estuve por allá, replicó el gitano. Conocí a un niño al que le cambié un pequeño anillo… Y sin dejar que acabara la frase, grité a todo pulmón ¡Jenko! y él ¡Jorge!