Desde Palmira vía a Buenaventura, pasando por el imponente lago Calima y unos cuanto túneles modernos, después de tres horas camino habíamos llegado al inicio de lo que sería una gran aventura, por fin iría a ese lugar del que tanto me hablaban desde que llegué a tierras vallecaucana, San Cipriano.
Miraba y miraba a mí alrededor buscando la belleza natural que me prometieron pero sólo veía asfalto; ¡No te afanes costeño que apenas vamos camino al paraíso! Me dijo uno de mis amigos que aún no diferencia entre el dialecto ocañero del costeño.
“Son 10 mil pesos el recorrido en las brujas hasta San Ciprinano” dijo una morena de ojos saltones sentada dentro de una caseta al inicio del recorrido; ¡Mierda, una bruja! Dije con asombro e ignorancia. Los pagué con cautela esperando ver esa bruja que me había costado 10 mil pesos.
Mientras me acercaba al encuentro con mi bruja, escuchaba a lo lejos el estruendo del tren de carga que había salido de Buenaventura; llegué a la orilla de la carrilera y me topé con improvisadas tablas con sillas encima a medio colocar amarradas mágicamente a una motocicleta, oh sorpresa, esa era mi bruja por la cual había pagado y en la cual tendría que irme prendido como mico en árbol hasta San Cipriano.
Seis personas cabían en cada bruja, tirándomelas de valiente y tal vez tratando de buscar aventura me hice adelante, sonriente y dicharachero como todo ocañero, ¡Agárrense muchachos que la bruja llegó por nosotros! Dije enardecido de incertidumbre mientras el motociclista, o brujero, o conductor de brujas o arriero de lo que sea, no sé cómo denominar a las personas que se dedican a transportar gente a través de este medio, me miraba con risa pasmada y obligada.
Nos fuimos en la bruja con selva de lado a lado, y con el cantar de los pájaros y unos ruidos extraños de animales que no lograba identificar; la brisa me golpeaba en la cara y unos cuantos bichos también, tenía mi celular en mano para poder fotografiar lo maravilloso que estaba viendo, pero estaba tan prendido a la silla que no tuve tiempo ni siquiera de volver a guardarlo.
La bruja cada vez cogía más fuerza, el olor a gasolina de la motocicleta se confundió con el olor a selva, mientras más nos adentrábamos, más pobreza se veía a través de las casas de tablas, improvisados estendederos de ropa y niños semidesnudos jugando a la orilla de la carrilera del tren, por cierto, el tren seguía gramando como bestia a lo lejos; se me ocurrió preguntarle al tosco conductor de brujas ¿Y para dónde va el tren? Me miró no más amable y me dijo “No va, viene, viene de Buenaventura”, ese viene me sonó a que en cualquier momento nos encontraríamos frente a frente con ese monstruo de carga, y así fue, a lo lejos volvió a gemir y logré ver con pavor la trompa de ese gigante mecánico; ¡pare señor que nos vamos a matar!, le grité al conductor de brujas a lo que soltó una carcajada, quizás la única de todo el viaje, miré a mis amigos y todos estaban igual o más asustados que yo.
Al estar cerca al tren, la bruja frenó y quedó quieta, nos dieron la orden de bajarnos y hacernos a un lado de la carrilera mientras el conductor con fuerza desmedida cargaba a su bruja y la sacaba de la carrillera hacia un costado. Pasó el tren a su velocidad por nuestro lado, los motoristas saludaban como si fueran reinas de belleza en pleno carnaval de barranquilla, y nosotros no menos amables le respondíamos el saludo, muy pintoresco el momento.
Después de casi una hora en bruja, llegamos a San Cipriano, selva, calor, humedad y un paraíso tropical que al allegar supe que valió la pena la osadía del viaje para conocer ese rincón amable del pacifico; lo más difícil de llegar fue recordar que al caer la tarde tendía que volver con mi bruja para que me sacara del paraíso.
Luis Máver Navarro Estévez