Además de ser un factor generador de pasiones multitudinarias y que congrega en torno a su práctica a millones de aficionados en el mundo y cientos de miles en Colombia, el fútbol no deja de ser un negocio, y uno bien rentable. Lastimosamente este deporte se ha vuelto protagonista ante la opinión pública no por su capacidad de penetración y masificación hacia todos los sectores de la población, sino por la danza de millones que mueve, que lo ha convertido en caldo de cultivo para el blanqueo de dinero y la corrupción.
Quienes creían que la utilización del fútbol, sus clubes y torneos como medio para obtener provecho ilícito era un asunto exclusivo de Colombia, por ser el País un terreno fértil para la corrupción, la politiquería y el narcotráfico, ya se habrán podido dar cuenta que este flagelo ha resultado ser transnacional. Pero no por eso “el mal de muchos” implique consolarnos con hacernos los de la vista gorda ante la connivencia entre el fútbol y la corrupción.
Los buenos aficionados al fútbol colombiano aún recuerdan con nostalgia la década de los ochentas cuando cinco clubes nuestros llegaron a la final de la Copa Libertadores. Sin mencionar el júbilo y éxtasis generalizado que causó el triunfo del Atlético Nacional en 1989. Pero el buen ejercicio futbolístico del momento se empañó cuando finalmente se descubrió que el dinero de los grandes capos del narcotráfico había permeado las arcas de los equipos profesionales. En efecto, los hermanos Rodríguez Orejuela se habían apoderado del América de Cali y Pablo Escobar de Los Millonarios.
Pese a los golpes de pecho de las autoridades gubernamentales y dirigentes deportivos, casi que la primera década de este siglo estuvo marcada para el fútbol nacional por la penetración también de los recursos del narcotráfico, pero esta vez bajo el ropaje de la fortuna de los paramilitares Jorge 40, Macaco y Don Berna. Pese a esta realidad de apuño, los integrantes de los estamentos del deporte negaron una vez más que estos hechos estuvieren ocurriendo, incluso muy en contra de las sindicaciones de los Estados Unidos, cuyo gobierno incluyó a algunos líderes deportivos en la famosa lista Clinton.
Ahora cuando parece que hay luz al final del túnel y que el fútbol nacional ha retornado a los cauces del fair play de la legalidad, el mundo futbolero se sacude con un escándalo de ligas mayores.
Nueve directivos de la FIFA y cinco de sus empleados han sido pedidos en extradición al gobierno Suizo por parte del Departamento de Estado de EU, tras imputársele cargos por concierto para delinquir, lavado de activos y corrupción. Los directivos del fútbol mundial están siendo acusados por haber recibido sobornos y comisiones para favorecer la adjudicación de sedes para la realización de la copa del mundo. En entredicho estarían por ejemplo las decisiones que favorecieron a Rusia para celebrar el mundial de 2018 y a Catar para el de 2022.
También se les acusa de favorecer en su propio beneficio económico acuerdos de mercadeo y venta de derechos publicitarios, patrocinios y explotación televisiva. La Fiscalía, que se ha valido del apoyo del FBI, organismo que infiltró como espía desde 1996 al 2013 al exsecretario general de la CONCACAF, Chuck Blazer, ha considerado incluso que las multimillonarias comisiones y sobornos en dólares se vienen pagando desde hace veinte años atrás y que esos actos de corrupción involucra a miembros muy poderosos de la FIFA quienes tradicionalmente han realizado los negocios propios de la actividad deportiva de manera secreta. Mejor dicho, si por acá llueve, por allá no escampa.
Pueda ser que ahora que le toca a la FIFA vivir una purga al interior de sus filas, se favorezca el florecimiento del fútbol como el deporte de grandes y chicos, promoviendo la desinstitucionalización de sus élites y facilitando una apertura democrática más allá de los intereses económicos de quienes también en este juego controlan los hilos del poder.