La coca.
José Trinidad Bonet vivía en El Tejarito, al inicio de la cuesta que desemboca en la parte posterior del colegio Caro. De baja estatura, cargaba con el sambenito de ser tímido. Sus papás derivaban el sustento del producido de una artesanal fábrica de flacas velas y gordos cirios. Usaban un recipiente cilíndrico, ancho y profundo con dos orejas, una a cada lado, al que ponían sobre un fogón de leña para derretir los pedazos de parafina que compraban donde Antonio Contreras en San Agustín. Durante el proceso, iban revolviéndola con una larga paleta de modo que se derritiera por igual sin que llegara a hervir. De una casera cruz de madera con agarradera pendían los veinte cordeles que iban a utilizarse como pabilos. Se sumergían en la parafina derretida por corto tiempo. Los sacaban y dejaban enfriar. Esta operación se repetía una y otra vez hasta que la vela adquiría el grosor deseado. Ahí fue donde se me ocurrió proponerle a Trino rellenar los carretes con parafina y hacer cocas. Yo le facilitaría los que quedaban después que mamá cosiera los trajes de la clientela, y él se encargaría de rellenarlos metiéndolos en la parafina fundida. El éxito resultó doblemente beneficioso. Por una parte nos quedaba un juguete blanco y pulido, y por otra una ganancia de tal magnitud que hasta tuvimos la desfachatez de plantearle al papá de Trino que en cambio de velas fabricara cocas. Hoy las fabrican en la China de plástico con parpadeantes luces y repetida música interior. En esa época también aparecieron las cocas hechas de cacho traídas por los costeños que estudiaban en Ocaña y cuyos papás se dedicaban a la ganadería. Éstas, a diferencia se las nuestras, no tenían piola que uniera el palo y la coca lo cual hacía más difícil el juego. La cantidad de veces que había que embochar se pactaba inicialmente con el contendor. Casi siempre era veintiuna o más, dependiendo de la habilidad de los jugadores. Si se apostaba, el premio era un dulce de las Becerra. Preferían las figuras hechas de azúcar y rellenas con jarabe de sabor a licor.
El yoyo.
Las tapas de betunes, mermeladas y pomadas se volvieron escasas y perseguidas como nunca. Usando un par de ellas unidas por una puntilla fabricábamos el yoyo. Los más ingeniosos cogían dos cajas vacías de betún y a cada una les metían piedrecitas que al girar producían sonidos parecidos al de una maraca. Los atractivos yoyos que promovía Coca Cola por medio de craneadas estrategias, no asomaban siquiera por la más febril mente gringa. Y los Chinos apenas estaban, a base de cirugías, colirios o saliva untada al despertar, buscando la manera de abrir sus cerrados ojos y poder ver la forma clara de adueñarse del pingüe mercado de los juguetes. Ahora pienso que Héctor “el Chino” Rodríguez Melo (qepd) conoció la innovación de las piedritas y se la transfirió a sus paisanos asiáticos. Pocos años después esos listos Chinos copietas inundaron el mercado con yoyos musicales y luminosos a precio de gallina flaca, afectando drásticamente la naciente “Focayo” (Fábrica ocañera de yoyos) a tal punto de casi borrarla del listado de productos certificados por el Icontec, apoyados por la Andi y estimulados por Colciencias.
El tobogán.
Cuando mamá quiso acostar al dormido Fernando, se encontró con la enojosa sorpresa que ambos -niño y colchón- cayeron al suelo. ¿Quién le quitó las benditas tablas a la cama? gritó a todo pulmón como queriendo obligar al eco a devolverle el nombre del responsable. El “yo no fui” se fue paseando de boca en boca hasta que mamá, todavía enojada, puso a relucir la conocida frase suya: ¡Entonces fue el Ángel de la Guarda!. Y como más sabe el diablo por viejo que por diablo, empezó a poner su mano sobre el corazón de nosotros, y el mío parecía, como en la frase de Simón Díaz, caballo desbocado. ¡Aja! lo suponía so pegotico travieso… ¿en dónde las tenés? Las usé para tirarme en el empedrado callejón que queda al lado de la cuesta de El Martinete, contesté asustado. Menos mal que no te rompites ningún hueso, dijo mamá en tono comprensivo, resignado y de agradecimiento a Dios por no haberme sucedido nada. En mamá siempre primó el amor materno al castigo material. Y así dio por cancelado el episodio.
Ahora sí voy a contarles sin cortapisas, cómo era el tejemaneje de este riesgoso juego. Se cogían dos tablas, ¡ojalá distintas a las del tendido de cama!, se unían utilizando un par de palos que se clavaban, uno, en la parte delantera para apoyar los pies, y el otro detrás de las nalgas. Esto le daba una supuesta estabilidad al piloto. Antes de iniciar el vertiginoso descenso se le untaba abundante cebo a la parte que roza con el empedrado a fin de lograr un mejor deslizamiento, una mayor velocidad y un gran porrazo. Finalmente se le pedía al más forzudo de los presentes que nos diera un buen empujón y la oportuna y necesaria bendición por siaca. De ahí provenía la mayoría de los luxados pacientes de don Juan Toscano.
Los carros.
De niños nosotros no fuimos refinados pilotos de Fórmula 1 sino rudos y belicosos choferes de camión. Se peleaba porque durante el viaje por la angosta carretera no nos daban paso. Entonces apagábamos el motor, abríamos la puerta y nos bajábamos a discutir airadamente. No había intervención policial ni de ningún mediador foráneo. La cosa se arreglaba cuando la mamá nos llamaba a tomar el refrigerio de la tarde. Los carros los hacíamos con pedazos de tablas que conseguíamos donde el carpintero amigo o desbaratando las cajas en que venían las gaseosas o cervezas. El mío era blanco de envidias porque me lo hacía Jesús Bermúdez el carpintero que tenía el taller en un callejón de San Agustín, y cuyo hijo mayor -Jorge- manejaba el bus de papá que viajaba a El Carmen, Teorama y Convención. Jesús tenía la destreza de colocarle el parabrisas en vidrio, muelles hechos con zunchos o cuerdas de relojes dañados, llantas de madera forradas con tiras de caucho sacadas de neumáticos rotos, carrocería con carpa de dril y llanta de repuesto en la parte trasera, cabrilla elaborada de un botón grande desechado por mamá, tanque de gasolina suplementario y corneta encima del capó ambos construidos con pedazos de tubos. El ruido del motor corría por cuenta de la habilidad de imitación y capacidad pulmonar del creído chofer. En esa época no se habían ideado la revisión mecánica, el certificado de gases ¡tampoco las fotomultas!
El tiro al blanco.
Sabíamos que del tártago se extraía un aceite de sabor asqueroso, eficaz para purgarnos y terminar expulsando lombrices por docenas en la bacinilla. Y cuyo nombre aún continúa pegado al paladar y a la memoria: aceite de ricino. ¡Pero ese no es el cuento!. Enderezo el camino diciendo que cuando se acababa el momento de las travesuras, el día se volvía tedioso, las horas interminables, se frenaba el carro de la imaginación y la conocida historia del príncipe, la princesa, el dragón y el castillo cambiaban de forma, color y esencia. Así pues, que a la mata de tártago le cortábamos el ahuecado pedúnculo que sostiene la hoja y con él hacíamos una cerbatana para lanzar pitingüas a los compañeros de clases, a los distraídos transeúntes, a los músicos de la banda, a los invitados a la boda o al juicioso sacristán que, de espaldas a la feligresía, ayudaba en la misa. ¡Cogé oficio pegotico mal criado!, protestó airado el vigilante del Banco mientras se sobaba una y otra vez la enrojecida nuca por el certero impacto de la pitingüa. No existió persona en Ocaña que se librara de ser el blanco de nuestro antipático y fastidioso comportamiento. Tal vez Joseíto Ésper por alto, casero y estar siempre sobreprotegido por doña Navija…
En la próxima entrega: El aro, la inocentada, el letrero, el trompo y la carrucha…
Jorge Carrascal Pérez