El aro
.
No fueron pocos los que resultaron atropellados por un aro desbocado o conducido sin pericia. En las vacaciones el almacén de Ramiro Rochel y Dilma Prince se veía colmado no por ávidos compradores de bicicletas sino por una bulliciosa turba de pedigüeños jovencitos. Querían que les regalaran un desahuciado rin de bicicleta de los que habían llegado en busca de un tratamiento milagroso para su grave enfermedad. Con él -otras veces utilizábamos una rueda de caucho sacada de llantas en desuso- y un reformado gancho de ropa se armaba un muy divertido juguete. Para practicarlo se debían cumplir tres condiciones. La primera, tener una muñeca tan fuerte como la del sacamuelas del pueblo o la del mejor pulseador. La segunda, gozar de una óptima resistencia física que aguantara seguirle el paso al aro. Y la tercera y más importante, tener un amplio corazón en el que cupiera el afecto de amistad que florecía entre los compañeros de juego. Lo que se evadía, por obvia razón, eran las bajadas o subidas pronunciadas, las gradas y andenes demasiado altos, las calles deterioradas y los pellizcos de la mamá por no entrar a comer o estudiar a tiempo. Por lo demás, el aro resultaba entretenido, atractivo y grato.
La inocentada.
El origen del juego es incierto aunque algunos acuciosos investigadores ¿o chismosos?, señalan que fue por los lados del barrio La Piñuela, al parecer en el encementado andén de los papás de Rito Velázquez.
Estaba compuesto por un billete, un hilo y unas escondidas ganas de burlarse. En el andén se dejaba tirado un billete cogido de un hilo que, astutamente camuflado, llegaba hasta las manos del mamagallista. Cuando el ingenuo transeúnte veía el billete y se agachaba a recogerlo, éste desaparecía en un abrir y cerrar de ojos por el súbito e inesperado jalón que le daban. Las carcajadas del bromista y la cara de sorpresa del burlado no demoraban en hacerse presentes. En cierta oportunidad las risotadas desaparecieron del escenario porque la persona a quien pensaban tomar del pelo, primero pisó el billete, y luego, tranquilamente, lo recogió y se lo metió en el bolsillo del pantalón. ¡Así no se vale! ¡hicites trampa! gritaba desesperado el dueño del billete. “Si sabes acampar, de la lluvia no te has de mojar”, contestó el avispado lugareño. Y sin conmoverse en lo más mínimo, con paso firme y resuelto prosiguió su camino. Por algo dicen que la astucia es la rapidez de la inteligencia.
El letrero.
Lo primero que se me ocurrió exclamar después de semejante palmadón en la espalda fue: ¿Y ahora qué bicho le picó a este gran pendejo?. Yo creo que pasaría escasamente un minuto cuando ¡zas! sentí otro golpe, esta vez en el brazo. ¡Me la gané hoy! acaté a decir. Sorprendido y bastante enojado por lo que me estaba ocurriendo a la hora del recreo, volteé para conocer quiénes eran los que, sin razón aparente, me pegaban. Y sorprendí a Carlos Rangel y Pedro Rincón con una cara de picardía y risa que no podían ocultar. Bonito juego el que se inventaron par de desocupados. ¿Por qué más bien no se ponen a matar las cucarachas que tienen en la cabeza? Lo que estaba diciéndoles en cambio de avergonzarlos, les causó más risa todavía. Eduardo Gentil que estaba cerca al lugar y se mostraba reacio a participar en la azotaina me dijo con voz que denotaba solidaridad: Hasta que no te quités el papel que tenés pegado en la camisa no van a dejate de pegar. A la palabra unió Lalo la acción. Arrancó el ignorado papel de la espalda y me lo entregó noblemente. Decía en grandes letras negras: ¡Péguenme!
El trompo.
El domingo cuando papá nos llevaba de paseo al río Algodonal, aprovechábamos para buscar ramas caídas de algún guayabo. Se escogía la más gruesa y menos nudosa. Por cada rama, Manuel María Pacheco Melo, en el Llano Echávez, nos daba un pulido trompo variopinto pero sin herrón. Como el torno no tenía motor eléctrico, uno debía empujar la rueda que lo movía y ese era otro aporte material para hacernos al juguete. El herrón, la asentada, la sequiada -acto sancionatorio en que al trompo contrario se le clavaba el herrón hasta dejarlo moribundo- y la piola corrían por cuenta del poseedor. Ni siquiera el cansancio resultaba gratis. Y como no había el ICBF, entonces a quejarse al Mono de la Pila.
La carrucha
Varias cosas debíamos tener en cuenta al hacer los juguetes. Una era buscar que el material para construirlos se hallara a mano. La otra, que pudiéramos hacerlos sin correr peligro. Y la tercera, la más importante, que el gasto en plata fuera nulo. Si había un juguete que cumpliera estos requisitos era el de la carrucha. Se iba a la tienda o al bar en busca de tapas de gaseosas o cervezas. Después se les quitaba del interior la arandela de corcho que servía para sellar e impedir que se vaciara el líquido. Acto seguido con una piedra o un martillo se aplanaban, se le hacían dos bien centrados huecos con una puntilla, luego se afilaban los bordes raspándolos en el andén, se metía una pita de curricán por entre los huecos y se anudaba. Por último en los extremos de la pita se metían los dedos índices, se hacía girar hasta que la pita se entorchaba. Al jalar, la carrucha empezaba a girar a toda velocidad. El disfrute, en parte, estaba oír el particular zumbido que originaban los giros. Pero el momento de efervescencia y calor se producía cuando uno enfrentaba la carrucha nuestra con la del adversario hasta que una de las dos salía como Ricaurte en San Mateo en átomos volando.
Posdata. El barrilete, la carrera alrededor de la manzana, el disfraz para hacer morisquetas y pedir plata, el machazo y los bandidos, el salto a la cuerda, los partidos de fútbol callejeros, las bolas de cristal, los cuentos contados en el sardinel, la gallina ciega, el hula hula, los zancos hechos con tarros o palos de escoba con descansa pies, la matraca, los aguinaldos, el escondite, la lleva, quedan, por ahora, en un periodo de latencia hasta que pueda revivirlos en una nueva crónica lúdica.
Jorge Carrascal Pérez