Si bien es cierto que la formación de los Estados como los conocemos hoy en día es un proceso inacabado y dinámico que evidentemente no bastó con la introducción de la palabra que hizo Maquiavelo, ni con las teorías contractualistas de Hobbes y Rousseau, es claro que dentro del normal funcionar de una organización política de esta clase debe haber una planeación clara en temas fundamentales, y es evidente, pues de esto se desprende una seguridad jurídica clave para los asociados que se traduce en confianza.
De la constante redefinición de Estado nuestro país no es ajeno, pues a diario y ante cada necesidad vamos orientando este concepto. Recientemente y de manera concreta podemos poner de presente dos situaciones que evidencian que somos un proceso de Estado inconcluso y que a diario se reiventa, quizá de manera imperfecta, pero que intenta apagar incendios conforme van saliendo y no pareciera crear sistemas de prevención eficaces.
La primera de ellas es el acto legislativo que se conoce como equilibrio de poderes del cual hace ya algún tiempo se ha venido hablando y tiene su trámite en el Congreso por estos días. ¿De qué nace? De una serie de escándalos como el carrusel de pensiones en la rama judicial, el convencimiento, nuevamente, de las desventajas que trae una reelección presidencial inmediata y, entre otro temas, del reconocimiento de la inoperancia que representa la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes que desde los tiempos de Samper se ha ganado el remoquete de de absoluciones. Probablemente sea ésta la única vía para hacer dinámica la carta magna, pues hemos evidenciado en la práctica las consecuencias del diseño que fijó la Constituyente del 91 y sus posteriores enmiendas, pero si revisamos detenidamente el proyecto de reforma como está hoy, nos daremos cuenta que no es un tal equilibrio de poderes, pues toca temas coyunturales y valga decir que oportunos, pero deja otros que le restan armonía a la interpretación, y que dista mucho de ser un cambio sistemático en contexto con el resto del articulado, pues es el producto de la improvisación en el trámite que se robustece diariamente con los hechos noticiosos del país, y muy probablemente dentro de un par de años sentiremos los coletazos de no haber pensado más allá de un par de legislaturas; claro, si no es que antes se nos atraviesa una Constituyente.
De otro lado, y con consecuencias quizá más inmediatas, tenemos la manera como se ha abordado la política tributaria del país y la forma tan irresponsable como se ha planeado la fuente de financiación del Estado. El tema que como se suele tratar en Colombia, no ha encarado el cambio estructural necesario y se ha debatido en un estado de necesidad constante sin fijar reglas claras de largo plazo que brinden estabilidad y seguridad, pues basta con citar la motivación del más reciente cambio en la legislación que estuvo orientado a tapar un hueco fiscal que se acrecentó por factores externos ignorados hasta ese momento. Así la progresividad en el tema tributario queda a un lado y de la misma manera factores como desigualdad seguirán casi invariables, pues el medio para la distribución del ingreso y de la riqueza no goza de estabilidad y estructuración coherente.
Con este par de elementos podemos dimensionar que la ausencia de planeación irriga cualquier actividad estatal a desarrollar, pudiendo ser tema de análisis profundo, pero que basta para entender que este problema que aqueja a Colombia tiene refracción directa en la ya minada confianza de los colombianos hacia el poder público, pues se traduce en temas tan sensibles como la obligación de tributación que toca el bolsillo de todos, hasta la ocurrencia de desastres como el de Salgar, que pudo ser evitado.
Luis Andrés Álvarez Torrado