Levanté la cabeza y alzando levemente mi brazo izquierdo miré el reloj de pulso. Aún tengo tiempo – pensé- y continué leyendo y firmando los Decretos que debían promulgarse ese día.
Tan solo tenía encendida la lámpara que daba encima de mi escritorio y poco a poco la oscuridad se apoderaba del recinto, generando todo tipo de formas al amparo de las sombras. Había un silencio inusual en la Alcaldía, interrumpí de nuevo mis tareas y me asomé por la ventana. Contemplé una vez más la torre de la Catedral, los cerros que la circundaban y sobre todo las tejas que cubrían los techos del Palacio Municipal y de las grandes casonas vecinas, las que se hacían cada vez más notorias en la medida en que la Luna iniciaba su aparición a espaldas del Cristo Rey.
Se me erizaba la piel de solo pensar que esa misma Luna, esos mismos techos y esas mismas sombras fueron también vistos desde los balcones de las Ibáñez por los próceres de la independencia Simón y Francisco de Paula.
-Alcalde ya casi se tiene que ir- Me dijo Marta, la Secretaria del Despacho, quien al susurrarme al oído hacía gala de su discreción y capacidad de acercarse sin ser vista ni escuchada, como si estuviese permanentemente al acecho.
-Sobrevivimos al viernes trece- le respondí en tono jocoso y sarcástico, sabiendo que ella era amante de los agüeros, y refiriéndome a que el día laboral de ese viernes de Mayo había llegado a su final.
-Pedile a Llaín que aliste la camioneta por favor- Se lo solicité mientras ella salía de la oficina y yo volvía a mi escritorio para repasar la agenda que aún me faltaba por cumplir.
Aproveché que me volví a sentar y firmé lo que aún me quedaba pendiente. Pasaron varios minutos. De pronto el silencio se vio interrumpido por el sonido de mi teléfono celular. El Coordinador del Departamento Administrativo del Deporte y la Recreación de Barbatusca (DADRE), me estaba llamando.
-Alcalde ya casi son las siete. Los niños ya empezaron a desfilar. Usted me dijo que le avisara- Escuché apenas contesté el Celular. Tan rápido como exhalé profundamente tres veces y de camino a la puerta principal, decidí dar un vistazo al Palacio Municipal.
Caminando rápido baje las escaleras, atravesé el segundo patio, y me emboqué por el corredor, pasando por el primer patio hasta las puertas que estaban custodiadas por Astolfo, el portero de turno; quien cuando me vio tan solo arriscó a dejar el radio transistor en la mesa que servía de recepción en la entrada y dando pasos lentos se me acercó a saludarme. Don Astolfo, ¿todo bien? –Le pregunte mientras le daba palmadas en su espalda con mi mano derecha en señal de una afectuosa despedida-
Casi que no logro sacar a Güicha Guzmán…estuvo hasta las seis y media pasadas en la oficina de telecomunicaciones – Me dijo con leve sonrisa como quien espera aprobación. Usted sabe que esto es público y puede venir el que quiera – le respondí ya en las afueras del Palacio, sobre el atrio de la Alcaldía, y me despedí estrechando su mano. El reloj de la Catedral marcaba las siete y cinco de la noche.
-Me faltó malicia indígena – Me recriminaría tiempo después cuando juzgara este momento en retrospectiva.
Quince minutos más tarde me encontraba saludando a los niños y niñas que hacían parte de las distintas comitivas que participaban del desfile inaugural de los juegos inter-colegiados.
De pie en los bordes de las canchas anexas al Coliseo Cubierto, participé de los actos protocolarios e inicié a dirigir mis palabras a los cientos de pequeños deportistas que se habían aglomerado para escucharme.
De repente, entre las multitudes uno de mis escoltas de la Policía Nacional se deslizó arreglándoselas para llegarme por detrás del escenario y llamar mi atención tocándome la espalda.
-Me informan que la Alcaldía se está quemando- apenas me musitó palabra-.
Con el sosiego que me daba el beneficio de la duda, terminé mi discurso y me despedí de los asistentes. Caminé, preso de la tensa calma, hacia la avenida de dos calzadas y me subí a la camioneta, al momento en que la sirena del carro de bomberos, que por ahí pasaba, opacaba las arengas y gritos de júbilo de los infantes.
Llaín “siga esa máquina de bomberos”, -le señalé- permitiéndome que la gracia apaciguara mis nervios. De regreso a la Alcaldía, en el carro que más que correr volaba, y en pocos minutos, hice seis llamadas:
Confirmé la noticia del incendio con Marta mi Secretaria quien nunca había salido del Despacho; di instrucciones a Fermín Alexander para que movilizara a los organismos integrantes del ATEPE; llamé al comandante de la Policía y le pedí que acordonara con sus efectivos disponibles el perímetro del Palacio Municipal para evitar que los “curiosos” salieran lastimados (para entonces no tenía clara la magnitud de la conflagración); hablé con el Coronel del Ejército y le pedí su apoyo para lograr el patrullaje de la Policía Militar en el Centro de la Ciudad temiendo cualquier desmán, y para que facilitara el carro-tanque de agua del Batallón, que era el único de su especie en Barbatusca; contacté al Gerente del Acueducto y le solicité redirigir toda la presión del agua hacía los hidrantes del Centro, y finalmente llamé a los bomberos aeronáuticos acantonados en Aguas Mansas y les requerí su ayuda.
Al mismo tiempo que los bomberos, entré por la puerta de atrás del Palacio Municipal, y por indicaciones de Marta, corrí hacia el primer patio. Eran las 7:50 pm y las llamas que salían desde la oficina de telecomunicaciones ubicada en el segundo piso del primer patio de la Alcaldía eran tan altas como la cúpula de la Catedral Primada de Barbatusca.
Don Astolfo me miró: “Alcalde yo cuando vi fue que la candela se prendió en la oficina de telecomunicaciones y me fui corriendo al Despacho para que Marta llamara a los bomberos”, – Me dijo-
Cuando me disponía a indagar a Don Astolfo, me percaté que las mangueras que traían los bomberos no eran suficientemente largas y que por tanto estaban dando la vuelta para entrar con ellas por la puerta principal de la Alcaldía. Ya llevaba yo más de cinco minutos ahí y el incendio no estaba siendo atendido.
En ese momento, y por inspiración divina, ordené a los policías que ahí se encontraban y a las personas de la Defensa Civil, como a los funcionarios de la Alcaldía que habían llegado, que tomáramos los extinguidores de todas las dependencias y pisos y procediéramos a “vaciarlos” en el incendio. El uso total de los extinguidores dio paso a la entrada triunfal de los bomberos con sus mangueras en máxima potencia y al fervoroso inicio de mis oraciones, todo en cuestión de minutos.
De pie y detrás del busto del célebre poeta, me detuve unos segundos a mirar el incendio y a tratar de entender lo que sucedía. Las lágrimas se me escurrieron de los ojos. El avasallador resplandor, el asfixiante humo y el crepitar de los pisos de madera de la segunda planta se revolvieron con el escalofrió que recorría mi cuerpo y las mariposas que controlaban mi estómago.
De la nada y vestido de pies a cabeza con traje y casco oficial de bombero apareció un exalcalde de Barbatusca conocido, por su apariencia física, con el apodo de “El Arhuaco”, quien sosteniendo un hacha con su mano en alto gritaba: “Vine a salvar la Alcaldía”.
Cuando lo vi entrar dando saltos y vociferando su grito de guerra a imagen y semejanza de “Gerónimo” y emulando al “Chapulín Colorado”, monté en cólera y entendí la magnitud de la conspiración.
Capitán “El palo no está para cucharas”, le dije al Comandante de la Estación de Policía, que no se despegaba de mi lado, y le ordené que inmediatamente retiraran del lugar a “El Arhuaco” para efectos de evitar que pudiera salir lastimado.
También les pedí a varios funcionarios de la Alcaldía que habían ingresado hasta donde yo estaba para manifestarme su solidaridad, que se retiraran del Palacio Municipal. Lo propio hice con mi Esposa, mi Mamá y mis Hermanas.
Sin pensarlo dos veces tomé mi celular y llamé al Jefe Nacional de la Central de Inteligencia Colombiana (CIC), quien me contestó de una sola vez y me saludó como se hace con un viejo conocido. Al ser enterado de la situación se comprometió a enviarme en el acto, desde el Sur del Cesar, a una cuadrilla de detectives. Dos horas más tarde hicieron su aparición en la escena.
Le di un abrazo a Fermín Alexander. Las llamas, paradójicamente, ya habían tomado la oficina del ATEPE y amenazaban con ingresar a la oficina jurídica. ¿Dónde está John Ascanio? –Le pregunté a Fermín llamándole la atención- quien me respondió al instante apuntando mediante un gesto de su boca hacia el techo que cubría el ala derecha del Palacio.
¡Si señor! Ahí estaba John, junto con otros integrantes de los organismos de socorro, pica en mano rompiendo los techos.
En ese momento no entendí, y tampoco pedí explicación, sobre la labor de la brigada encabezada por John Ascanio que rompía los techos abriendo huecos a manera de surcos. Luego me explicarían que esa actividad era indispensable para detectar la posible expansión del fuego.
Sobre las diez de la noche recibí la llamada del Señor Obispo. Entre solidario y angustiado, el alto prelado me pedía que adoptara medidas urgentes para evitar que el fuego llegara hasta la Catedral. Y aunque a ciencia cierta había leguas de distancia entre las llamas y las instalaciones de la Iglesia, lo intenté tranquilizar garantizándole que el fuego no se propagaría. Minutos después pude observar al propio Señor Obispo y a sus Sacristanes, en traje de fatiga y encaramados en la torre de la Catedral, con manguera de jardinería en mano y con peroles de agua, haciendo su propio aporte para evitar que el incendio se propagara. Gesto gallardo y altruista que agradeceré toda la vida.
Después de la media noche y con el incendio controlado, salí al atrio de la Alcaldía y entre los aplausos y vítores de los funcionarios, amigos y familiares que aún permanecían, ofrecí declaraciones a la prensa local y nacional. Los medios de comunicación y las redes sociales habían sido claves para informar y desinformar a la ciudadanía durante esa noche. Impresionantes imágenes del incendio habían dado la vuelta al mundo por Facebook y por el chat de los móviles BlackBerry. Era imprescindible que yo pudiera dar explicaciones y entregar un parte de tranquilidad.
“Gracias a la labor heroica de los bomberos de Barbatusca, este incendio que pudo ser una tragedia de grandes proporciones fue controlado antes de la media noche.
La conflagración que había iniciado en la oficina de telecomunicaciones, afectó, por fortuna únicamente y gracias a la intervención divina, a la oficina del ATEPE y a la recepción de la oficina Jurídica, que estaban a sus lados.
El archivo central, los archivos jurídicos y de la hacienda pública, como los documentos que dan cuenta de la contratación y las finanzas municipales, por encontrarse salvaguardados en el primer piso de la Alcaldía, jamás estuvieron en peligro y por tanto no fueron afectados en el incendio”. Dije en tono sereno a los periodistas que me entrevistaron.
Entre las doce de la noche y las tres de la mañana se presentaron algunos conatos, y por momentos se avivaron entre los tejados algunas flamas, más a manera de pequeña fogata que de una réplica del incendio; siendo sofocadas rápidamente por los bomberos, quienes estoicamente hicieron guardia durante el resto de la noche.
Quince minutos antes de las dos de la mañana me reuní con Fermín Alexander a puerta cerrada en mi despacho. Mis instrucciones fueron claras, la crisis debía ser conjurada rápidamente, la alcaldía abriría puertas el lunes siguiente, como si nada hubiese pasado, y la reconstrucción y reparación de los daños iniciaría de inmediato.
“Convocá al consejo de gobierno mañana sábado a las 8 am”. Le pedí a Fermín, concluyendo de esta manera nuestro pequeño comité de crisis. De salida hacia la puerta principal de la Alcaldía, Fermín Alexander y yo nos detuvimos en el recinto del Concejo Municipal, y nos apostamos sobre las barras, que no era otra cosa que una gran ventana de madera con barrotes contornados, que permitía desde el corredor ver hacia el interior del salón donde se sentaban los concejales y ocupaban sus curules.
La imagen era sobrecogedora e inverosímil. Con el humo saliendo desde el techo y los chorros de agua escurriendo como goteras hacia el interior del salón del Concejo Municipal, divisamos a todos y cada uno de los bomberos sentados, ocupando las curules de los concejales, y simulando con total solemnidad una sesión edilicia.
En la mesa principal y ejerciendo como Presidente de la Corporación estaba el Comandante del Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Barbatusca. A su diestra, como vicepresidente del Concejo se había sentado el sub-teniente Arévalo, quien haciendo uso de la palabra explicaba las razones por las cuales debía ser aprobado un “proyecto de acuerdo” surgido de su imaginación.
Los bomberos ordenadamente pedían la palabra, a imagen y semejanza de los integrantes de la Duma, y uno a uno hacían sendas exposiciones y elaboradas intervenciones, sin que se dieran por enterados de nuestra presencia.
Fermín Alexander y yo quedamos atónitos. –Esto es de Ripley- Le dije, en tanto que los bomberos, que posteriormente se percataron que los observábamos, se empezaron a retirar sigilosamente del recinto habiendo cumplido una doble labor, como bomberos y Concejales ad-hoc de Barbatusca.