“En una ciudad de verdad uno camina, estamos tocando a la gente, la gente se tropieza contigo. En Los Ángeles nadie te toca, siempre estamos detrás de metal y cristal… Creo que a diario nos falta sentir el contacto de alguien, así que chocamos contra otros para sentir algo.” Con esta conversación entre dos policías da inicio la película “Alto Impacto” (Crash), un prólogo que describe a una ciudad de Los Ángeles sombría y sin esperanza. El dialogo emerge entre un detective envuelto en un accidente de tránsito junto a su compañera de trabajo, quienes discuten con una mujer coreana afectada por el choque de los automóviles. Sus insultos sarcásticos y racistas son recíprocos, se lastiman, se ofenden, como si el gritar y el agraviarse les ayudara a superar el temor de verse expuestos a la desgracia. Estos detectives no iban preparados para el accidente, como ninguno espera chocarse cuando sale en auto, paradójicamente muchas veces son los choques los que nos permiten en la vida tener una pausa y comenzar a reflexionar sobre el sentido de la existencia.
Cada secuencia de la película nos va haciendo transitar del dolor a la compasión, de la rabia a la vergüenza, de la indignación a la tristeza, de la desesperanza a la fe, de lo vulgar a lo noble. Todas estas emociones se desarrollan en la ciudad de Los Ángeles, microcosmos de nuestro mundo de hoy, mezcla de razas, idiomas, religiones, culturas, creencias, que en vez de unirse chocan entre sí, se agreden, se humillan, se separan, se quedan solas, se ridiculizan, como si no hubiese luz, como si no existiese Dios.
El accidente automovilístico del comienzo del film hace que varias personas se entrecrucen, choquen, se repelen, en un alto impacto, para al fin rendirse en la hermosa enseñanza de la condición humana, donde no caben las diferencias, ni las exclusiones: todos somos criaturas, todos somos frágiles; igualmente quebradizos, igualmente pecadores, todos necesitamos de alguien que nos inmortalice la bondad, que nos recuerde que no todo es sombrío sino que a pesar de las desigualdades existen un vínculo de unión, porque en el interior todos queremos ser amados y amar. Al culminar la película nieva sobre la ciudad de Los Ángeles algo extraordinario de por sí en ese lugar, la nieve de esa noche decembrina cercana ya a la navidad nos hace visible la gracia de la encarnación del Hijo de Dios que asume nuestra propia condición humana frágil y pecadora. Sobre esos protagonistas sin anhelos, se derrama una nieve de gracia que proviene del cielo para llenarlos a todos de un gozo celestial. Entonces, en algo tan pequeño y ordinario como el nacimiento de un niño está sucediendo lo más extraordinario y gratuito que es nuestra Redención. Porque al final descubrimos que podemos dejarnos conquistar por el amor, podemos dejarnos invadir por la belleza, abriéndole las puertas a la pureza y darle permiso a la humildad para que el Niño Dios irrumpa suavemente, sin violencia, sin agresión para llenarlo todo de orden y conversión.
He comenzado esta reflexión sobre la navidad con un comentario de la película ganadora del Oscar en el año 2004, porque tal vez muchos erróneamente interpretamos nuestro desarrollo vital a la luz de este desgarrador film, donde lo inesperado y el oscurecimiento del futuro prevalecen sobre un horizonte esperanzador. Donde las dudas, las incertidumbres, los laberintos sin resolver, nos direccionan a tener constantes choques que nos impactan y nos violentan, sumergiéndonos inevitablemente en una crisis, en una desestabilización que nos hace pensar que el entorno no tiene un apoyo, sino que es agua que se nos va de las manos, generando un sinsentido y eclipsando esas realidades que pueden llenar el alma de ternura; sin embargo, en el camino descubrimos que la gracia de Dios existe y la Navidad llega a recordarnos ese beso de afecto del cielo a la tierra, donde se manifiesta el amor infinito que tiene Dios con nosotros, haciéndose débil y pequeño para asumirnos en nuestra flaqueza y fragilidad. Tal vez, por eso la época que más queremos adelantar es la Navidad, por aquello de que deseamos recuperar algo de la cuna perdida, volver al niño o niña interior y como un rompecabezas volver a juntar las esquinas rotas de los espejos que fue quebrando la vida a golpes de desilusión y de martillos de dolor.
No estamos atados al pasado, ni marcados por las heridas de nuestra historia personal, tampoco podemos seguir creyendo que la vida es un choque, un alto impacto, no puede ser un conflicto humano, es un arte donde diariamente nos elaboramos, nos construimos y donde debemos aprender a tener la capacidad para descubrir a Jesús que nace con el propósito de salvar y de traer paz; en virtud del nacimiento de Dios como niño, el ser humano puede llegar a estar en armonía consigo mismo. Entonces allí, se percibe que la condición humana no es ya un alejamiento, ni aislamiento y los demás no son enemigos sino también merecedores de la paz que la dulce infancia del Dios encarnado nos ofrece.
Por este motivo, el nacimiento del Niño Dios tiene que volverse tan cercano, que al hablarle le podamos tutear, podamos consentirle, podamos derretirnos en delicadeza ya que en Él se manifiesta de la forma más patente la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas, sin racismos, sin prepotencia, sin mentiras; Él no quiere conquistar desde lo exterior, sino ganar desde el interior, transformar desde dentro. Si algo puede vencernos a nosotros de la arrogancia, de la violencia y de la codicia, es la indefensión de un niño. El hecho que durante la época navideña tantas personas nos acordemos de la niñez se debe a algo más que a la nostalgia. Lo que subyace es un anhelo del comienzo íntegro del paraíso, de relaciones bien logradas, sin tentaciones, sin serpientes, ni expulsiones, de sentirnos en el cómodo amor del hogar familiar. En Navidad se nos abren las carnes del espíritu porque la palabra de Dios desconocida ha sido nuevamente pronunciada para dar buenas noticias, para decirnos que Dios nace para salvar, que Dios no choca, ni lastima.
Ahora bien, envueltos en la hojarasca de las fiestas que se cargan de brillantes resplandores institucionales y comerciales, nos cuesta ser conscientes de la cuestión de fondo que subyace a la celebración navideña y al verdadero sentido de la celebración litúrgica y religiosa, como lugar de encuentro de Dios con la humanidad. Una fiesta para vivir la solidaridad, la alegría y las ganas de vivir juntos en un mundo digno de compartir. Es una realidad constatable que la sociedad actual quiere adelantar la navidad, algunos dirán que los adornos navideños son una estrategia para captar más clientes y así poder distribuir desde temprano las quincenas en las compras navideñas. Para otros, son los mismos clientes que desde octubre comienzan a demandar productos para diseñar los interiores de sus hogares y del lugar del trabajo. Comercialmente todo esto es válido, porque en cuanto a más clientes se conquisten con anterioridad, las compras excesivas salvarán la economía de un año sin ventas representativas. Pero también es cierto que adelantamos la navidad porque en ella experimentamos un misterio de consolación, un tiempo para adoración, en esa noche santa hay tanto que admirar, tanto que meditar y tanto que celebrar que el alma cristiana quisiera resumirlo todo en un acto de donación y de fusión con el amado, porque en él no hay engaño si le creemos, no decepciona si en él confiamos, en ese Niño indefenso descubrimos que nos amó desde su primer hálito de existencia, hasta su último suspiro en la Cruz.
Si las calles, casas y plazas de nuestras ciudades se llenan de luces resplandecientes cada vez más llamativas e impactantes, recordemos que sólo esas luces evocan otra luz más bella, la luz de Cristo que empieza a iluminar el cielo nocturno, trayendo luz a nuestra oscuridad en virtud de su amor. Al contemplarlas, al encender las velas el 7 de diciembre, al iluminar los árboles de navidad en nuestras casas, sólo pidamos que nuestro espíritu se abra a la verdadera luz espiritual. El Dios con nosotros nacido en Belén es la luz que nace para disipar la oscuridad de los choques que nos oscurecen y nos entristecen. Este es el misterio de la navidad pues evoca una realidad que afecta a lo íntimo del hombre: la luz del bien que vence a la muerte.
En favor del nacimiento de Jesús ese establo que estaba sucio y desagradable, se llena de luz, una luz cálida y suave que no alumbra de manera desconsiderada las cosas, sino que alumbra para llenar de paz lo que se encontraba en turbulencia. En la cercanía del Niño Divino, todo en nosotros es aceptado, ahí hasta lo sucio y tirado, lo pisoteado y despreciable pierde su aspecto desagradable, todo puede ser contemplado a la suave luz de Cristo. Todo recibe en virtud de Cristo una apariencia nueva y queda transformado por su amor. Esta es la consoladora imagen del establo, que todo en nosotros queda transformado por el hecho de que Cristo viene a la oscuridad y al caos del corazón. El Salvador esperado por las gentes es saludado como “Austro naciente,” la estrella de la mañana que ha de venir de lo alto y ha de traer la luz a los que habitábamos en tinieblas y en sombras de muerte.
Los Pastores en medio de la noche estuvieron abiertos al nacimiento de Dios
Como no adorar a Cristo recién nacido, si nace precisamente para quitarnos el miedo, es conmovedor descubrir en los evangelios a Cristo tratando siempre de sanar y de reconstruir aquello perdido en las búsquedas erradas del amor; estamos llenos de miedos y temores, por eso la historia del nacimiento de Jesús es bien pertinente, tanto el anuncio a María, como a José están colmados de esperanza, no teman les dice el Ángel Gabriel, cómo quitando esa carga que se ha generado en el transcurso de los años. Sin embargo, es a esos pastores donde el anuncio de la llegada del Salvador, realza todo el sentido de ternura y de la cercanía de Dios a los hombres que ama; ellos representan a los discriminados, los olvidados, los desechados, los abandonados, los de las periferias, los que hemos sufrido de alguna forma las desdichas del corazón, estos pastores que dormían a ras del suelo, esos que no tenían ningún tipo de representatividad en la comunidad Judía, son precisamente los receptores del anuncio del nacimiento del Salvador en medio de la noche, en medio de la pobreza y de cualquier crisis que se pudiese presentar.
A los pastores en la literatura rabínica se les veía de manera muy negativa, eran sospechosos de hacer trampa. En este caso el anuncio hecho a los despreciados pastores pone de relieve la grandeza del Niño Divino. Esto es un consuelo para los que nos desprecian y se desprecian así mismos. Precisamente para todos el cielo se abre y los ángeles nos rodean con su resplandor y su amor afectuoso. Nos ha nacido el Salvador que nos libera de los modelos y de las personas que nos inducen a despreciarnos y a herirnos.
Los artistas han representado la adoración de los pastores de manera especialmente entrañable. En unos casos juntan sus manos callosas en oración, en otros, sus rostros a veces rudos se enternecen y se alegran. No necesitamos entonces regalos ni logros para obsequiar al niño, bastan nuestras manos vacías. Con ellas ofrecemos la verdad, eso transformará las manos vacías y las hará cariñosas como las manos de los pastores, que fueron después de María y José las que tuvieron el privilegio de tocar el rostro del recién nacido, reverenciando sin rudeza la ternura de Dios.
Los pastores tienen una cualidad muy interesante, velan por turnos durante la noche, se confían y están familiarizados con la sombra, con lo oscuro y misterioso, no temen a los ladrones ni a las bestias salvajes, velan mientras los demás duermen, cuidan su rebaño, los pastores se ocupan de sus ovejas y las vigilan. La tradición monástica en especial ha desarrollado una dinámica de oración: los monjes eran personas que velaban. Querían estar ya despiertos en este mundo mediante su oración nocturna, pero sobre todo velando en su interior, permaneciendo abiertos a la llamada de Dios a través de los signos de su presencia. El Papa Francisco nos dirá que la navidad es contemplar la visita de Dios a su pueblo, y relatará de la siguiente manera su experiencia de silencio y adoración ante la encarnación de Dios: La Navidad es el encuentro de Dios con su pueblo. Muchas veces, después de la misa de Nochebuena, pasé algunas horas solo, en la capilla antes de celebrar la misa de la aurora, con un sentimiento de profunda consolación y paz.
Los pastores no sólo están familiarizados con la noche, sino también con los animales. En esto están más cerca de la Naturaleza que los habitantes de las ciudades. Tienen olfato para lo vital, lo instintivo, lo pulsional, no se dejan controlar por ellos, sino que los encauzan, de ahí que estén más abiertos al misterio del nacimiento de Dios en medio de la noche y en medio de los animales. Así, no cabe sorprenderse que los ángeles se dirijan primero a los pastores y les anuncien el nacimiento del Niño Jesús. Ellos se ponen en camino para “ver lo que ha sucedido y ver lo que el Señor les ha manifestado”, y una vez que vieron el Niño y a la madre, regresaron alabando a Dios.
Los ángeles les dirán a los pastores que la única señal que tendrán para encontrar al Mesías será el de verlo envuelto en pañales y acostado en un pesebre: en otras palabras la señal para los pastores es que no encontrarán ninguna señal, sino únicamente al Dios hecho niño y que tendrán que creer en la cercanía de Dios en medio de este ocultamiento; la señal es que aprendan a descubrir a Dios en las realidades que se puedan tocar y ver más allá de lo que nuestros ojos pueden observar. Así que la auténtica señal elegida por Dios es el ocultamiento, esta señal nos muestra que las realidades de la verdad y del amor no se encuentran en el mundo de las cantidades, sino que sólo podemos encontrarla en aquello que es invisible y que habita en el corazón. Esta señal se encuentra metida en esas ciudades donde muchos siguen creyendo que la única forma para tener contacto con alguien es a través de los choques violentos que sólo revelan la pobreza interior.
Termino con esta reflexión del Papa emérito Benedicto XVI sobre el sentido de la navidad: Los que reconocieron a Jesús como Mesías en el momento de su nacimiento fueron “el buey y el asno, los pastores, los magos, María y José. ¿Es que acaso podría ser de otro modo? En el establo donde esta´ el Niño Jesús no vive gente fina: allí viven, justamente, el buey y el asno. Pero ¿que es lo que ocurre con nosotros? ¿Nos hallamos tan alejados del establo porque somos demasiados finos y demasiado reflexivos para ello? ¿No nos enredamos en sabihondas interpretaciones de la Biblia, en pruebas de la autenticidad o inautenticidad, de forma que nos hemos hecho ciegos para el Niño y no percibimos ya nada de él? De pronto ¿No estaremos demasiado en Jerusalén, en el palacio, encasillados en nosotros mismos, en nuestra propia gloria, en nuestras manías persecutorias para que podamos oír en seguida la voz de los ángeles, acudir al pesebre y ponernos a adorar? Así pues, en la noche de navidad los rostros del buey y del asno nos miran con ojos interrogativos: mi pueblo no entiende; ¿entiendes tú la voz de tu Señor?
Padre Hevert Alfonso Lizcano Quintero O.C.D