No recuerdo que en mis épocas de adolescencia fuera amante del pescado como lo soy ahora. Me gusta en todas sus clases y preparaciones, incluso de unos años para acá encuentro especial fascinación con el bocachico.
Recuerdo sí que en mis paseos de domingo por el mercado público de Ocaña, cuando acompañaba a mi mamá a comprar víveres con canasta en mano, veía en los puestos de venta grandes cantidades de pescado; me llamaba la atención las montañas enteras de pescado salado, generalmente de bocachico.
Tengo la impresión, no se aún si equivocada, que por nuestra región el bocachico no es un pescado muy apreciado, de hecho en mi mente aparecía como un alimento de “combate”, que era relativamente asequible, pues la oferta era abundante, lo que lo hacía más barato que la carne o el pollo, y que ni de riesgos aparecía en la carta de los restaurantes locales. El bocachico era ajeno a El Perolao, La Gran Magola, Don Lalo y ni hablar del Club Ocaña.
En mi casa el bocachico hacía aparición en la Semana Santa, pero generalmente reservado para mis papás, quienes casi nunca me dejaban comerlo porque según ellos tenía muchas espinas. De suerte que para mí la semana mayor involucraba los sabores elitistas de las sardinas, el atún, el bagre y hasta el robalo. Pero crecí, y con autonomía decidí asumir el riesgo de quedar atorado con una de esas espinas.
Con la creencia que el bocachico era un pescado barato y de fácil acceso llegué hasta San Bernardo del Viento en Córdoba. En este pueblo el parque principal contribuye a la economía local, pues es puesto obligado de los vendedores de pescado y de alimentos preparados. En el costado derecho del parque se instalan las vendedoras de pescado cuyas poncheras apenas tienen suficiente contenido de bocachico. Al frente están los vendedores de comidas asadas al instante: pollo, chicharrón, carne y asaduras.
De entrada noté que los vendedores de alimentos asados no incluían en su repertorio al bocachico, bueno en honor a la verdad no vendían ningún pescado asado. Sin recato pregunté la razón de tal despropósito: la respuesta fue al unísono, “comer pescado es un lujo”.
Al principio no di crédito a lo que me decían los vendedores de asaduras, por lo que decidí preguntar a las señoras de las poncheras el precio de sus productos. La respuesta que me dieron me pareció de Ripley, un bocachico pequeño de unos 17 centímetros, que más bien parecía un Aguagato, costaba 10 mil pesos, y uno grande de unos 30 centímetros estaba sobre los 20 mil pesos.
Aún sigo sin entender. No me cabe en la cabeza que el pescado en San Bernardo del Viento que está a la ribera del Río Sinú, con varios caños y ciénagas, y a la orilla del mar, sea más costos que en Montería e incluso que en el propio Bogotá. Viendo de cerca el tema se podría encontrar varias explicaciones, pero que siguen ofreciendo dudas. Por ejemplo, se dice que los pescados escasean en el río, que ya no hay pescadores, que el pescado lo traen desde otras ciudades, e incluso hablan que viene del Ecuador, en fin, lo cierto es que no es solo el bocachico, todos los pescados son escasos y caros.
Al ver el desarrollo que en los últimos 8 años ha tenido Montería, llena de buenas vías, autopistas doble calzadas, centros comerciales, viviendas populares dignas, y los avances que en los tiempos recientes han tenido otros municipios como Lorica y Sahagún, cuesta trabajo creer que Córdoba es uno de los 5 departamentos más pobres del País hasta que llegas a Tierralta, Ayapel y San Bernardo del Viento, donde hay gente que lamentablemente aguanta hambre, teniendo a mano condiciones naturales para mitigarlo.
Cuando trabajé en el ICBF pude descubrir que el oasis del Chocó, marcado por la desnutrición infantil, precariedad de servicios y necesidades básicas insatisfechas, producto del abandono estatal, era Bahía Solano y su corregimiento Bahía Cupica. No porque tuviera acueducto y alcantarillado o vías pavimentadas o viviendas de alto estrato, que no las tenía, sino porque extrañamente a pesar de estar en condiciones similares a los demás municipios más pobres de Colombia, los niños y niñas no estaban desnutridos. ¿La razón? Comían pescado. Se trataba de un pueblo de pescadores a la orilla del mar pacífico y con acceso al Río Atrato y otros caños y ciénagas, muy parecido a San Bernardo del Viento.
Tenía la esperanza que en San Bernardo los niños y niñas, como la población en general, pudieran acceder con cierta facilidad a consumir pescado. Ya me di cuenta que no. En mi imaginario de Estado ideal pensaba en la posibilidad que nuestra nación tuviera derecho a no tener hambre, un poco en la línea del pensamiento sobre el desarrollo humano de Amartya Senn. Soñaba con que en esa tierra donde los mangos se pierden, el plátano, el ñame y la yuca se dan como por generación espontánea y los peces crecen en los aguaceros, el derecho a no tener hambre fuera real y efectivo.
En esta ocasión no puedo proponer conclusiones y menos soluciones, no creo que todo apunte a los gobiernos, sin duda son claves, y la lucha contra la corrupción juega un papel de primer plano en la búsqueda de soluciones, pero creo que también los ciudadanos aletargados, la cultura del dinero fácil y la desesperanza han quebrado la voluntad de lucha de nuestras gentes.
Sin embargo, mientras escribo hay una única verdad irrefutable: hay peces pero no hay pescados, hay plátano pero no hay patacones, hay yuca pero no hay croquetas, hay hambre pero no hay derecho. Dolorosa paradoja.