En mis años mozos cuando iba para el colegio, a mañana y tarde pasaba frente a la “Cafetería Iscaligua” de José Simeón “Cheo” Rincón Arévalo de donde se escabullía un amangualado aroma a café y cerveza, y podía oír las canciones tocadas por la rockola Wurlitzer que se entremezclaban con el rumor vocinglero de los clientes semejante al de las abejas cuando rondan por el panal. Y de esa variedad de melodías las más requeridas eran las cantadas por Antonio Aguilar (Échale cinco al piano y El aventurero), Bienvenido Granda (Traicionera y Angustia), Leo Marini (Yo vivo mi vida y Amor de cobre), Pedro Infante (La calandria y Luna de Octubre), Daniel Santos (Dos gardenias y La pared), Rolando Laserie (Hola soledad y Lola).
Muchas se quedaron alojadas en mi memoria de tal manera que ha sido infructuoso quererlas borrar, más bien aparecen a menudo en un súbito e impulsivo silbo. Unas por la emoción que despiertan, otras por la cadencia rítmica, no pocas por un lejano amor, y el resto por no sé qué razón. A algunas de esas recordadas canciones les he hecho un paciente seguimiento para saber el porqué de su permanencia en la memoria y el tiempo. Hasta investigo la autoría, el motivo de su creación y cuántas interpretaciones vocales y orquestales han tenido. Pocos me tildan de estudioso y muchos de desocupado. A estos últimos les doy, y no me fastidia decirlo, toda la razón. De qué sirve alardear de investigador si con ello no voy a pasar a la historia como sí los que secuestran, mienten y asesinan sin reparo, escrúpulos ni compasión alguna. Condenarlos a padecer el castigo de Sísifo o al ostracismo sería poca cosa.
Existe un bolero-son que ocupa un lugar importante en mi longeva discoteca sentimental. Sólo hace poco tiempo y después de preguntarme por qué siento admiración por él, creo haber encontrado la respuesta: la incoherencia o la ambivalencia que denota la narración del suceso que narra, hicieron que mordiera el anzuelo de la extrañeza y el asombro. No lograba entender cómo una persona agonizante pidiera besar y abrazar al asesino. ¿Es tan vigorosa la fuerza del amor para pasar impávidamente por encima de la muerte y perdonar al causante? Tal vez esa circunstancia turbia y la cadencia melódica del canto, me atraparon en su delicada y elaborada red musical.
El tema se basa en un feminicidio ocurrido en La Habana la tarde de algún día de 1.948. Su autor fue Edmundo Mas un famoso médico y amante que, según la tradición oral y el decir de la gente, “no pudo soportar que fuera tan puta y le clavó un puñal en el pecho”. Creyó él que el incidente, dada la mala reputación de la víctima, ocuparía apenas un par de párrafos en la crónica roja de los periódicos de entonces, sin saber que quedaría grabado en el imaginario del pueblo para siempre por el siguiente detalle: no sospechaba el médico que el locuaz Presidente cubano Ramón Grau San Martín, al final de su mandato que concluyó el mencionado año, iba a referirse al suceso en uno de sus discursos. Dicen que el mandatario interrumpió la alocución, miró el reloj de bolsillo con leontina y le anunció al auditorio: ¡Coño! las 3:00 de la tarde… ¡la hora en que mataron a Lola!
Ese comentario tan simple, pero relevante por haberlo hecho el Presidente, repercutió de inmediato y quedó estampado en la memoria colectiva de los cubanos, al punto de que no hay oriundo de la Isla que no sepa la hora en que mataron a Lola. Como si eso fuera poco, una canción compuesta por el prolífico y genial músico puertorriqueño Rafael Hernández Marín (Silencio, Ausencia, Lamento borincano, Campanitas de cristal, Preciosa, El cumbanchero, Qué chula es Puebla, Linda Quisqueya, Perfume de gardenias, Amor ya no me quieras tanto y dos mil temas más) se encargó de perpetuar el desgraciado episodio. Simplemente la llamó Lola. Y su letra dice:
«Eran las tres de la tarde / cuando mataron a Lola / y dicen los que la vieron / que agonizando decía / yo quiero ver a ese hombre / que me ha quitado la vida / yo quiero verlo y besarlo / para morirme tranquila / Lola, ay Lolita de mi vida / perdóname este querer / perdónamelo mujer».
Muchas veces lo más importante termina siendo lo menos importante. Y en este caso, tristemente, lo que quedó en la memoria popular no fue la trágica muerte de Lola, sino la hora de su deceso.
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Jorge Carrascal Pérez