Los que la tienen cerca les llevan caricias, y a la mía que voló al infinito ¿qué le llevaré?
Si como lo hacían siendo un niño que en los cumpleaños me vendaban los ojos con un trapo ancho y grueso y me cogían de los hombros para darme vueltas tratando de despistarme del punto exacto en donde colgaba la piñata y así no la rompiera con el palo de escoba, me hubieran puesto delante de un grupo de señoras con la intención de que adivinara cuál de ellas era mi mamá, lo más seguro es que habría dado con ella en menos que canta un gallo.
Y eso sucede porque la mamá tiene un aroma especial que la hace fácilmente detectable, un coraje que la vuelve notoria por el rastro de arrojo y valentía que despliega, unos labios cuyos besos se convierten en el oasis en donde sacian la sed el amor y la ternura, una vibración de sentimientos que por mínima la detecta el corazón, una calidez que reclaman el ausente y el desventurado, una piel que por tersa, suave y sensible semeja la rosa, un amor semejante al mar en lo profundo y silencioso como la luz del alba, unos acogedores brazos que son el auxilio en la soledad y el desamparo. Y una intuición que la hace inmune a las sorpresas y le sirve para guiar acertadamente a los hijos por el camino correcto, seguro y adecuado.
Si volviera a tener la feliz oportunidad -¡lo pide la nostalgia!- de verla, tenerla, amarla, mimarla y abrazarla no me separaría un instante de su lado, le tomaría las manos y me las llevaría al corazón para que sintiera las palpitaciones de la tristeza, y después a los oídos para que oyera el arrepentimiento por las cosas incorrectas que dije y la hirieron, y por las de gratitud y cariño que no dije y quedó esperándolas, reclinaría mi cabeza en su pecho y dormiría tranquilamente porque tendría la certeza de que nada ni nadie lo perturbaría, olería el perfume de sus afectos y me embriagaría igual que la abeja después de libar el néctar de la flor. Pero ahora sólo me ha quedado la triste posibilidad de llorarla en un llanto que no tiene fin y que a medida que pasan los días se va volviendo cada vez más amargo y penoso. Me reconforta la fe que al final del tiempo nos vayamos a reencontrar y la luz volverá a resplandecer y el dolor desaparecerá.
Por más alto que vuele el recuerdo no lo hace tanto que pueda desdibujar la imagen de mamá.
JORGE CARRASCAL PÉREZ
Ibagué mayo 8 de 2015